Ayer
pudimos disfrutar de uno de los eventos teatrales más importantes, según
nuestro punto de vista, de la temporada actual. Se trata de la obra “Nuestra
clase”, dirigida por Carme Portacelli a partir de un texto del polaco Tadeusz
Slobodzianek. Nos referimos al disfrute teatralmente hablando, pues la historia
que se nos presenta es una de las más crudas vistas sobre unas tablas.
En
1941, mil seiscientos judíos fueron quemados vivos en un granero de la
localidad de Jedwabne, en Polonia. Se culpó en un principio al movimiento nazi,
aunque más tarde se descubrió que fueron los propios vecinos polacos y
compañeros de las víctimas los autores de la masacre.
La
obra cuenta, en primera persona, y de mano de diez estupendos actores (cinco
ejercen de polacos y cinco de judíos), la historia real del acontecimiento, cómo
empieza todo a partir de una rabieta de críos, y cómo el odio despertado lleva
a los hombres a convertirse en bestias y depredadores, los unos contra los
otros.
Es
el odio (y lo que conlleva) el tema central que extraemos de este fantástico
montaje. Nos enseña, a partir de una historia real llevada al extremo, cómo
incluso en la vida actual los amigos de toda la vida pueden, de un día para
otro y por la razón más ínfima, convertirse en enemigos a muerte. Es eso lo que
entendemos nosotros cuando vemos cómo los intérpretes ascienden al escenario
desde el patio de butacas. Cualquiera de nosotros podríamos haber vivido esos
acontecimientos. No se trata de algo lejano, ni en tiempo ni en lugar, a
nuestras vidas diarias.
Supone
un gran acierto introducir unas pizcas de humor que destensen momentáneamente
la gravedad de lo que se cuenta. Tiene la función escenas antológicas, que
hacen al propio espectador sentirse incluso incómodo en ocasiones de extrema
intensidad. El momento en que los actores pasan a bailar como poseídos imprime
el sentimiento de ser marionetas o juguetes rotos, dominados por un sentimiento,
fanatismo o convicción que acaba siendo superior a ellos mismos y consigue finalmente
dominarlos.
Por
otra parte, el final que muchos recibirían con alegría, no puede resultar más
trágico para nosotros. Se trata de la amistad perdida, la que poblaba las
mentes de los pequeños personajes, todos amigos de todos, en esa foto que
imaginamos, y que debería haber sido la imagen definitoria del transcurso de
sus vidas y que finalmente no lo fue.
El
espectador no logra moverse de la butaca (al menos nosotros) ante tal
despliegue de recursos interpretativos. Ni un solo actor sobresale por encima
del otro, y todos realizan un ejercicio espléndido. Todo ello ayuda a que la
historia, lo realmente importante, llegue al público de una forma más directa,
algo que requiere mucho valor por parte de Portaceli, quien podría haber optado
por otros derroteros y decide encarar la historia e imprimirla tal cual.
También
es impecablemente eficaz el alto grado de poesía que cubre como un velo la
función. Cada gesto, mirada, paso, y un largo etcétera, significan algo, y no
hay nada que pueda resultar incomprensible al espectador. Siempre puede
obtenerse alguna explicación a todo el simbolismo, aunque sea distinta la
versión de cada uno y todas ellas resulten válidas, algo que consideramos una
maravilla.
La
coreografía, diseñada además por uno de los actores, nos parece también de lo
más acertada. La precisión con que se presenta, por otra parte, es
espectacular. Esto resultaba de lo más evidente al saltar los actores de las
mesas al suelo, completamente al unísono, independientemente de cuántos lo
hicieran, lo que requiere un gran estudio y un mayor poder de concentración y
entendimiento entre los intérpretes.
Es
una lástima que la opinión que mostramos no fuese extensible a la mayoría de
los asistentes. Muchos no entendieron que el descanso era tal, y pensaban que
se había llegado al final de la obra. Otros directamente optaron por irse.
Estamos
acostumbrados a observar una clara y triste línea que define los montajes que
logran salir de gira. Suelen ser obras comerciales, sencillas de comprender. No
con ello dejan de ser buenas, ni mucho menos, pero sí que han de ser cercanas
al espectador. No deben ponérselo difícil. “Nuestra clase” es todo lo contrario,
pues hace que se salga del teatro con sentimientos encontrados, te enseña a
observar con calma, a entender el silencio, y consigue que la historia te ronde
la cabeza días y días. Una maravilla que por nada del mundo se debería perder ningún
espectador con ganas de pensar.
Nota:
4,5/5
“Nuestra
clase”, de Tadeusz Slobodzianek. Reparto: Jordi Brunet, Ferrán Carvajal, Roger
Casamajor, Lluïsa Castell, Isak Ferriz, Gabriela Flores, Carlota Olcina, Albert
Pérez, Jordi Rico, Xavier Ripoll. Dirección: Carme Portaceli. Duración: 170
minutos más intermedio.
Teatro
Gayarre, 15 de mayo de 2012.
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